El orador y político ateniense Demóstenes tenía defectos de pronunciación cuando era niño; a Mahatma Gandhi su timidez le paralizaba para hablar en público y le costaba incluso leer lo que él mismo había escrito; Winston Churchill era tartamudo y muy inseguro, por lo que evitaba comparecencias públicas y solo intervenía en el Parlamento británico cuando no le quedaba más remedio. Ser un gran estadista, una figura de alcance internacional, no evita el miedo a hablar en público.
Nadie nace con cualidades para ser un buen orador. A hablar en público se aprende. En la historia hay muchos ejemplos de grandes oradores que tenían dificultades comunicativas y las superaron. Lo que ocurre es que cuanto más tarde empecemos a practicar más nos costará vencer el miedo.
Es importante saber que tener miedo a hablar delante de otras personas es una reacción natural. Es lógico que lo sintamos si no estamos acostumbrados a exponernos. Nadie quiere quedar mal ante la gente, por eso todos hemos sentido ese temor alguna vez.
En el libro Formación de portavoces, explico cómo desarrollar la capacidad de comunicación para poder llegar a disfrutar haciendo presentaciones. Las claves son tres:
Ser conscientes de nuestra forma de comunicar implica saber cómo hablamos y nos movemos cuando estamos delante de un público, qué posturas adoptamos, cómo suena nuestra voz, cuáles son las emociones que sentimos y los pensamientos que nos dominan... Es esencial que nos conozcamos y seamos conscientes de los mensajes que transmitimos y de la imagen que ofrecemos a los demás.
Para ello, resulta útil grabarnos en vídeo dando el discurso o practicarlo delante de un espejo. Así podremos identificar aquellos aspectos que comunican de manera eficaz y aquellos otros que nos conviene perfeccionar.
Cada persona tiene su propio estilo y es un error intentar cambiarlo para imitar a otros. Se trata de ser uno mismo y no obsesionarse por agradar, sino dar a la audiencia lo mejor de cada uno. Cuanto mejor preparados estemos, menos miedo a hablar en público sentiremos.
Para que una presentación tenga éxito, debe prepararse a conciencia. Hay que cuidar tanto las palabras que decimos como nuestro lenguaje no verbal.
Definir el objetivo de la presentación nos permitirá encontrar el interés que tiene para el público lo que vamos a contar. Si el objetivo busca satisfacer alguna preocupación o necesidad de los oyentes, nos hará colocarnos ante ellos con la actitud poderosa de quien sabe que les lleva algo de utilidad.
También hay que definir el mensaje principal, es decir, la idea que queremos grabar en la mente del auditorio. Si no tenemos claro qué mensaje queremos transmitir, la gente se irá sin saber lo que les queríamos contar y se olvidará rápidamente de nuestro discurso.
La información llega mucho mejor al público cuando está bien organizada. Por eso es necesario ordenar los contenidos en un guion. La estructura es la misma que utilizaban en la antigua Grecia: introducción, desarrollo y conclusión.
La función de la introducción es captar la atención y crear interés. Dado que es el primer contacto con el público, hay que prepararla bien, para dar una primera impresión positiva. Aprendérsela de memoria ayudará a transmitir credibilidad y solidez, y a adquirir confianza para el resto del discurso.
El desarrollo contiene las ideas básicas de la presentación. Como norma general, no conviene que sean más de tres o cuatro. De nada sirve abrumar a la audiencia con un volumen excesivo de información, porque no podrán retenerla toda.
En la conclusión no conviene decir nada nuevo, sino incidir en algo de lo que ya se ha explicado. Se puede recordar el beneficio que se llevará el público, repetir el mensaje principal o llamar a la acción. Al ser las últimas palabras, serán las más fáciles de recordar para la audiencia, por lo que hay que prepararlas con mucho cuidado y memorizarlas bien.
Tener claros el objetivo, el mensaje principal y la estructura del discurso nos ayuda a centrarnos en lo esencial y a no divagar. Y permite a nuestros oyentes seguir el hilo y captar los mensajes que queremos transmitir.
El lenguaje no verbal engloba, entre otros, los gestos y movimientos, la voz, la mirada y el atuendo. Todos estos elementos deben ser congruentes con los mensajes verbales, para que ayuden a reforzarlos. No todas las técnicas sirven para todo el mundo, cada persona tiene que encontrar las que mejor se adapten a ella.
En general, lo que funciona es adoptar una postura relajada y erguida, mantener el contacto ocular con el público, hablar de forma clara y fluida, no utilizar muletillas, tener una sonrisa y expresión facial adecuadas a la situación, y gesticular de forma natural y segura.
No hay que olvidar que solo conseguiremos comunicar con el público si primero le hemos escuchado. Antes de la presentación averiguaremos sus características e intereses para adecuar el discurso a ellos. Y durante la exposición, iremos adaptando nuestros mensajes a sus reacciones.
Ya solo queda practicar lo aprendido, para ir mejorando y hacer natural lo que al principio parece complicado. Conviene aprovechar todas las oportunidades que se presenten para hablar en público. Así, conseguiremos superar el miedo y convertirnos en oradores que comuniquen de forma efectiva.
Este artículo se ha publicado en The Conversation.
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